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Artigos: Cuba
EL ALMA DE CUBA PDF Imprimir E-mail
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Lunes, 10 de Mayo de 2010 09:44

Por ROSA DIE

“Todos ellos eran colaboradores de Oswaldo Payá; todos ellos cometieron el delito de recoger firmas para el Proyecto Varela que pide, de acuerdo con los propios procedimientos del Gobierno de Cuba, una nueva Constitución para el país. Todos ellos fueron condenados  por ejercer sus derechos de ciudadanía  en un país en el que la libertad está condenada a cadena perpetua cuando no a muerte.”
El alma de la Cuba digna se conjuga en femenino y en plural:  Las Damas de Blanco. También hay que escribirlo con mayúsculas, para que todo el que lo vea escrito sepa que estamos nombrando algo extraordinario e irrepetible.
El miércoles día cinco de mayo, a las doce de la mañana, hora de La Habana, entramos en el domicilio de Laura Pollán, una de las mujeres que forman el colectivo  Las Damas de Blanco, esas mujeres que marchan cada semana en su ciudad para recordar ante el mundo -y también ante sus conciudadanos cubanos y ante el Gobierno de Castro– que sus hombres están privados de libertad por un delito de conciencia. Ellas son las esposas o madres de los 57 ciudadanos cubanos encarcelados por orden de Fidel Castro en el año 2003. Encarcelados y condenados a penas de entre quince y veinticinco años. Condenas que son, por la edad que tenían cuando fueron encarcelados y la expectativa de vida en Cuba, cadenas perpetuas.
Todos ellos eran colaboradores de Oswaldo Payá; todos ellos cometieron el delito de recoger firmas para el Proyecto Varela que pide, de acuerdo con los propios procedimientos del Gobierno de Cuba, una nueva Constitución para el país. Todos ellos fueron condenados  por ejercer sus derechos de ciudadanía  en un país en el que la libertad está condenada a cadena perpetua cuando no a muerte.
Laura estaba acompañada por Alejandrina de la Riva y Loida Valdés. En la habitación contigua, unida a la salita a la que se accedía directamente desde la calle, estaban otras dos mujeres “del interior”, que habían llegado a ayudarlas. Nos sentamos haciendo un círculo; yo daba la espalda a la calle; a mi izquierda, Alejandrina y Loida que tenían tras de si un mural que recordaba los nombres de todos los presos de conciencia. Fernando Maura se sentó frente a mí; a mi derecha, Laura; y en segunda plano Mayka y Antonio Salvador, cuaderno y cámara en mano. Al poco rato llegó Berta Soler, otra de las Damas de Blanco, que se sentó junto a Fernando. Traía con ella a su madre (“no puedo dejarla sola en casa y quería estar aquí”), una mujer muy mayor, con el pelo muy corto y muy blanco que destacaba sobre su negra piel.
Laura nos contó cómo surgió el movimiento de las Damas; como empezaron a reunirse tres, cuatro, siete… en esa misma sala. Cómo al principio se reunían para no llorar solas, para compartir su angustia, para darse calor humano y consuelo. Nos contó cómo fue aumentando el número de mujeres que acudían día tras día. “Loida dijo al principio que esta sala se nos quedaba grande; luego nos dimos cuenta que se había quedado pequeña y salimos a la calle”.
Nos hablaron de sus hombres; de la enorme injusticia que soportan; nos contaron que la mayor parte de ellos están encarcelados en prisiones lejos de las provincias en las que residen sus familias: “Nos castigan dos veces, a nosotros y a ellos. A ellos porque al sufrimiento de estar injustamente encarcelados, se añade el de saber las penalidades que pasamos para poder llegar desde nuestros hogares a visitarlos; y a nosotras, su familia, porque el viaje es muy penoso”. “Mi esposo lleva tres años sin ver a su madre; ella está mayor, no soportaría el viaje…”
Nos hablaron de la situación de las cárceles. “No todas son iguales; mi esposo está en una prisión muy limpia, le dan de comer decentemente… pero la gente que le vigila es muy mala, muy dura, cruel…” “Otras prisiones son viejas, sucias, apenas les dan de comer, están desnutridos, enfermos…pero algunos de los guardianes son caritativos… Otras son viejas y sucias, no les dan apenas de comer, y sus guardianes son personas crueles que no tienen piedad por su dolor… Hay de todo”.
“Tengo una madrina en España, es como de la familia, no nos conocemos, pero un día llamó y preguntó en qué podía ayudar… Ahora es una más de nuestra casa, nos queremos como si fuera familia… Se llama  María Benjumea…”
“Un día decidimos  marchar por las calles de Cuba para que el mundo supiera lo  que estaba pasando en Cuba, para que se aprendieran los nombres de los presos, para que nadie olvidara esta injusticia, para que viéndonos a nosotras viera las caras de los nuestros, ciudadanos sin cara ni nombre conocido por nadie más que por el régimen que les quitó la libertad y por nosotras, sus familias”. “Salimos a la calle para que sepan que no les olvidamos; y para que nadie olvide”. “Salimos para pedir su libertad, para que los cubanos nos miren a la cara, mujeres desarmadas, pacíficas, campesinas, que nunca pensamos que íbamos a tener que hacer nada así…”
“Yo soy una campesina del interior; tengo una hija que sufre epilepsia; nunca hice otra cosa que atender mi casa; y nunca conocí de cerca el compromiso de mi marido. Llevaba  treinta años viviendo con él cuando lo encarcelaron y creía que es ese tiempo le había escuchado todo cuando me quería decir; cuando se lo llevaron, pasado el tiempo, me di cuenta que hubo una palabra que me decía y yo no escuche: libertad. Le escribí un poema a la cárcel para pedirle perdón por no haberle prestado la suficiente atención”.
“Yo era profesora; a veces le reñía a mi esposo por quitarnos tiempo a la familia, a mí, por dedicarlo todo a la causa, al Proyecto Varela. Ahora me doy cuenta de cuanto tiempo se necesita defender a nuestra patria. Porque yo tampoco tengo ahora tiempo para otra cosa. Y ahora quiero mucho más a mi patria de lo que la quise nunca; ahora sí que se lo que es luchar por tu país, por la libertad, ahora sí que soy cubana…, más que nunca…, más que nunca…”
“Cuando se lo llevaron nos requisaron todo: las fotos de la boda, las fotos con los hijos, los recuerdos familiares en los que aparecía su rostro… Quieren borrarlos, no quieren que les podamos hablar de ellos a nuestros nietos, a nuestros hijos. Quieren que no podamos enseñarles quien fue su padre, que no puedan recordar su rostro, que lo borren de su memoria. He llevado a mi nieto a que lo conozca; y hemos puesto su rostro de una foto perdida en esta camiseta. No podrán borrar  nuestra memoria, no podrán con nuestros recuerdos…”
“Nos acosan en la calle, nos insultan con obscenidades, nos golpean, nos persiguen cuando caminamos. Quieren que abandonemos, que tengamos miedo… A qué vamos a temer, qué nos pueden quitar… Cada día estamos más fuertes. Sólo queremos que les dejen en libertad. No son delincuentes, no hicieron nada malo, no hay nada por lo que tengan que pedir perdón”.
“Necesitamos que ellos sepan que no están solos. Una carta que les llegue de alguien desde España, una postal, unas palabras. Sólo para que sepan que en alguna parte de España, un hermano piensa en él. Para ellos es muy bueno; y si los carceleros no se la dan, también es bueno: aunque no se la entregue a su destinatario el carcelero la lee; y el carcelero comprende entonces que en alguna parte de España hay un ciudadano que sabe el nombre y el apellido de nuestro esposo, que sabe en la cárcel en la que está encerrado, que nuestro hombre tiene un vínculo en el exterior. Y eso les protege”.
Nos comprometimos a organizar una campaña permanente de envío de cartas a cada uno de los presos de conciencia cubanos. Laura nos grabó unas palabras que colgaremos en la web haciendo este llamamiento: Tu carta para un preso. Haremos una cadena de solidaridad activa; organizaremos envíos todos los meses, setenta y cinco cartas por duplicado: una a la cárcel y otra al domicilio familiar, para que se la puedan llevar; y también para que sepan, unos y otros, que no les vamos a dejar solos nunca más.
Estar con las Damas de Blanco es una de las emociones más intensas, más ricas que he vivido. Hemos tenido una enorme suerte pudiendo conocer a esas mujeres, escuchándolas hablar, sintiéndonos acogidas por ellas como amigos y compañeros de camino. En dos horas de conversación hemos recibido tantas lecciones de dignidad, de respeto, de valor cívico, de generosidad… que no soy capaz de expresarlo. Nos contaron su vida, sus experiencias y sus temores sin perder la dulzura en la mirada, el gesto amable y cálido. La esperanza se sobrepuso siempre a cualquier otra sensación, por dramática que fuera la experiencia narrada.
Nunca voy a olvidar ese hermoso reencuentro:  la salita en penumbra para soportar el calor, las tacitas de  café oloroso y fuerte, azucarado y denso. Laura entrando y saliendo del relato coral, siempre con su voz suave y su sonrisa dulce;  Berta  con su sonrisa franca y abierta que dejaba al descubierto su blanquísima dentadura, abrazándonos fuerte, con una espontaneidad y  un cariño contagioso; y Alejandrina, que parecía tener edad para criar hijos pre-adolescentes y nos habló del nieto pequeño al que llevó en su último viaje a conocer a su abuelo; y Loida que nos habló de los poemas que escribe a su esposo desde esa primera vez en la que le pidió perdón por no haber percibido cuantas veces él pronunció la palabra libertad…
Gracias, mis amigas, nuestras amigas cubanas. Gracias por estar ahí y por ser tan grandes. Gracias por recordarnos el verdadero significado de palabras como dignidad, valor, solidaridad, amor, fe, confianza, esperanza, amistad,  alegría…libertad. Besos fuertes. Besos mil, amigas.

http://rosadiez.net/2010/05/07/el-alma-de-cuba/
 
'¿LIBERTAD PARA QUÉ?' PDF Imprimir E-mail
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Sábado, 01 de Mayo de 2010 11:23

Por CARLOS ALBERTO MONTANER

En 1980, poco después de salir de Cuba en condiciones dramáticas, el estupendo escritor Reinaldo Arenas recogió en un libro una colección de sus artículos y ensayos políticos más combativos y lo tituló Necesidad de libertad.

Era un grito. Reinaldo sentía la necesidad de ser libre. Los seres humanos necesitan ser libres. Se ahogaba en Cuba. Vivía entristecido, atemorizado o indignado. Ninguna de esas tres emociones es agradable y a veces se le trenzaban en el pecho hasta la desesperación.

Cuando llegó al exilio, Reinaldo sintió un profundo alivio y dijo algo tremendo y doloroso: por primera vez había estrenado su verdadero rostro. Se había "desenmascarado" y sentía la cálida sensación de poder ser él mismo sin que ello le trajera castigos y marginaciones.

En las sociedades totalitarias la pena de no ser libre y de andar disfrazado se somatiza de diversas maneras: desde el nudo en la garganta hasta un malestar difuso que se expresa con distintos comportamientos neuróticos.

¿Qué es la libertad? Es la facultad que tenemos para tomar decisiones basadas en nuestras creencias, convicciones e intereses individuales sin coacciones exteriores.

Libertad es elegir al dios que mejor se adapta a nuestras percepciones religiosas, o a ningún dios si no sentimos la necesidad espiritual de trascender.

Libertad es ofrecerles sin temor el afecto y la lealtad a las personas que amamos, o a las agrupaciones con las que sentimos afinidad.

Libertad es escoger sin interferencias lo que queremos estudiar, dónde y cómo deseamos vivir, las ideas que mejor se adaptan a nuestra visión de los problemas sociales o las que mejor parecen explicarlos.

Libertad es seleccionar las manifestaciones artísticas que más nos complacen y, por la otra punta, rechazar sin consecuencias las que repelemos.

Libertad es poder emprender o poder renunciar a una actividad económica sin darle cuentas a nadie más allá de las formalidades que establezca la ley.

Libertad es gastar nuestro dinero como nos parezca, adquirir los bienes que nos satisfacen y disponer de nuestras propiedades legítimas. Sin libertad, la creación de riqueza se debilita hasta la miseria.

José Martí, el periodista ilustre que gestó la independencia de Cuba, aportó otra definición lateral: "Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía".

Las tiranías nos arrebatan el derecho a ser honrados cuando nos obligan a aplaudir lo que detestamos o a rechazar lo que secretamente admiramos.

Cuando los cubanos desfilan gritando consignas que no sienten, no son honrados. Cuando aplauden al líder que aborrecen o ríen las sandeces que suele decir, no son honrados.

Esa simulación nos crea una incómoda disonancia psicológica. Cuando sacrificamos nuestra honradez, cuando renunciamos a nuestra coherencia interna para evitar un daño o para conseguir un privilegio, nos sentimos "sucios" e internamente avergonzados. Ser hipócrita es una conducta que hiere al que la práctica y repugna al que la sufre.

Pero hay mucho más: en algún punto de la evolución, cuando los seres humanos abandonaron el reino de los instintos y comenzaron a guiarse por la razón, descubrieron el agónico proceso de tomar decisiones barajando constantemente los valores morales prevalecientes, los intereses materiales y los impulsos psicológicos.

Para tomar esas decisiones era menester informarse. La violencia totalitaria trata de impedir que las personas puedan informarse. ¿Para qué necesitan informarse si todas las decisiones las toma el Estado y todas las verdades ya han sido descubiertas?

En Cuba hay numerosas brigadas de la policía dedicadas a arrancar antenas parabólicas, descubrir teléfonos satelitales, confiscar libros prohibidos y negarle el acceso a Internet a cualquier persona mínimamente independiente. No se me ocurre una actividad más miserable que ésa.

Cuando el socialista español Fernando de los Ríos le preguntó a Lenin cuándo iba a instaurar un régimen de libertades en la naciente URSS, el bolchevique le respondió con una pregunta cargada de cinismo: "¿Libertad para qué?".

La respuesta es múltiple: libertad para investigar, para generar riquezas, para buscar la felicidad, para reafirmar el ego individual en medio de la marea humana, tareas todas que dependen de nuestra capacidad de tomar decisiones.

La historia de Occidente es la de sociedades que han ido ampliando progresivamente el ámbito de las personas libres.

Poco a poco les arrancaron a los monarcas y a las oligarquías religiosas y económicas las facultades exclusivas que tenían de decidir en nombre del conjunto. Los pobres y los extranjeros alcanzaron sus derechos. Lo mismo sucedió con las razas consideradas inferiores, con las mujeres, con las personas marginadas por sus preferencias sexuales. La esclavitud, finalmente, fue erradicada.

Es posible contar el largo recorrido histórico de los seres humanos como la aventura constante de nuestra especie en procura de ampliar progresivamente el número de las personas dotadas del derecho a tomar sus propias decisiones.

A veces el ejercicio de esa facultad toma dimensiones heroicas. Hace unas semanas el preso político cubano Orlando Zapata Tamayo decidió morirse de hambre y sed para protestar contra las injusticias y los atropellos de la dictadura. Sólo le quedaba la vida para defender su dignidad de ser humano y la entregó. A él, a su memoria dolorosa, muy conmovido, le dedico estas palabras.

* Palabras del autor en la recepción del Premio Juan de Mariana a una trayectoria ejemplar en defensa de la libertad. Madrid, 30 de abril de 2010.

Tomado de la Peña de Cuba

Última actualización el Lunes, 10 de Mayo de 2010 11:03
 
Cuba: La marcha de los esclavos PDF Imprimir E-mail
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Sábado, 08 de Mayo de 2010 13:03

Por Huber Matos Araluce

Informaron las agencias de noticias que este primero de mayo desfilaron 800.000 personas en La Habana en respaldo al régimen.  En sus reportajes dan la impresión de que la multitud se congregó por su propia voluntad.  Con esta sutil falta de objetividad se continúa distorsionando ante el mundo la realidad cubana.

Los cubanos que desfilaron tienen un ingreso promedio de $17 dólares mensuales, equivalente a 55 centavos de dólar al día; mucho menos que el límite de $1 diario, considerado como de extrema pobreza por el Banco Mundial.

Por esta razón en la mayoría de los hogares de la isla la alimentación es insuficiente y deficiente. Como la dictadura compra en los Estados Unidos el 85% de la comida que consumen los cubanos, es poco el alimento que puede adquirirse con 55 centavos de dólar.  Además, con este ingreso diario el cubano tiene también que vestirse, pagar transporte, electricidad, etc.

La lógica es tan brutal como real.  La única forma en que el sistema puede funcionar es con una mano de obra virtualmente esclava.   El gobierno tiene el monopolio del mercado laboral.  No hay derecho a huelga y el que proteste pierde su puesto y entra en la ilegalidad.

El estado emplea a cuatro millones de personas. Hay además 800.000 cubanos que trabajan por cuenta propia con un status seudo-legal, sujetos al pago de patentes carísimas, al chantaje policíaco y al riesgo de multas y condenas a prisión.

Con su baja productividad, estos 4.8 millones de cubanos tienen la faraónica tarea de mantener a los otros seis millones y medio de habitantes.  Tienen que pagar una de las fuerzas armadas más poderosas de Latinoamérica, y servicios de espionaje  y represión que están entre los mejores del mundo.  También pagan la educación, los servicios médicos y hospitalarios y los medicamentos, que todo el mundo cree que son gratuitos.

Si el gobernante de Cuba fuera un Pinochet y no un Castro, las denuncias sobre la esclavitud de los cubanos serían permanentes.  Nadie dudaría de que los cubanos son presionados a reunirse y marchar a favor del régimen, porque de lo contrario pueden perder el magro ingreso con que sobreviven.

El régimen anunció hace algunas semanas que van a quedar cesantes un millón de trabajadores. Los reportajes sobre la marcha del primero de mayo debieran comentar que entre esos cubanos muchos están en peligro de perder el trabajo; otra razón para tratar de hacer méritos con su presencia.  Pero el castrismo ha navegado por medio siglo con una patente de corso y la inercia todavía lo impulsa.

Una rara excepción es el artículo de Iván García para El Nuevo Herald: “Un acto de repudio por dentro”.  La prensa internacional que se encuentra en La Habana debía  dejar atrás su bochornosa falta de objetividad.

Este primero de mayo, en La Habana, la marcha de los esclavos fue un triste espectáculo.  En pleno siglo XXI un pueblo no debía ser humillado ante el silencio del mundo.  ¿Cobardes por marchar? Tal vez, pero la cobardía reprochable no es la del que ante la necesidad y la represión se doblega,  sino la del que, pudiendo denunciar la esclavitud, se calla o la encubre.

Última actualización el Sábado, 08 de Mayo de 2010 13:41
 
HUBER MATOS PDF Imprimir E-mail
Escrito por Fuente indicada en la materia   
Domingo, 02 de Mayo de 2010 13:56

 

Por ROBERTO LUQUE ESCALONA

El 10 de marzo de 1952, el pueblo de Cuba mostró una total indiferencia ante la enormidad que había ocurrido ese día, el derrocamiento por un golpe militar del gobierno de Carlos Prío. Faltaban sólo once semanas para las elecciones presidenciales, poco más de siete meses para la toma de posesión del que ganara las elecciones y el jefe del golpe era, además de senador, uno de los candidatos, precisamente al que nadie le daba posibilidad alguna de ganar las elecciones. Por último, era el primer golpe de Estado en cincuenta años de vida independiente, que el extraño fenómeno ocurrido el 4 de septiembre de 1933 no encaja en esa definición.

Motivos había para rebelarse contra aquella felonía, pero pocos, muy pocos se rebelaron, que los cubanos estaban convencidos de que aquella República no merecía el asumir riesgos en su defensa. Personas muy convincentes los habían llevado a creer en tal falacia. Porque falacia era: cualquier democracia, por grandes que sean sus defectos y limitaciones, merece ser defendida.

Sin embargo, pocos protestaron. Un grupo de estudiantes de la Universidad de La Habana, Rolando Masferrer, que se les unió para luego cambiar de bando, y un maestro de escuela primaria en la lejana e insignificante ciudad de Manzanillo, que suspendió las clases en protesta por el golpe militar.

El maestro se llamaba Húber Matos, tenia treinta y tres años, estudiaba Pedagogía en la Universidad de La Habana en cursos irregulares y ya había formado una familia. Emprendedor y laborioso como muchos cubanos, para 1956, cuando ya conspiraba junto a su coterránea Celia Sánchez, era propietario de una pequeña empresa que transportaba arroz en camiones arrendados. En esos camiones llegaron a las estribaciones de la Sierra Maestra los cuarenta hombres enviados por Frank País para reforzar la hasta entonces exigua guerrilla de Fidel Castro. Los mandaba Jorge Sotús.

Hacía cinco años de aquel 10 de marzo en que el maestro Matos suspendiera sus clases. Después de llevar a su destino a la tropa de Sotús, en la pequeña Manzanillo no había lugar para él. Se marchó al exilio. A Costa Rica.

El año siguiente, por la misma época, Pedro Miret, se enteró de que un avión con armas se aprestaba a salir de Costa Rica rumbo a la Sierra Maestra. Como jefe del Movimiento 26 de Julio en el extranjero, toda acción relacionada con el Movimiento debía ser aprobada por él. Su segundo al mando, Gustavo Arcos, estaba en Caracas, por lo que Miret no podía salir de México, donde una expedición de refuerzo a su cargo estaba casi a punto. Pero Miret, como casi todos los hombres allegados a Fidel Castro, no era lo que se dice un talento. Tomó un avión para San José, dispuesto a hacer valer su autoridad. Nadie se la discutió. Ni Húber Matos, que había conseguido las armas a través del Presidente José Figueres, ni Rafael Díaz Lanz, piloto del avión que las llevaría a Cuba. Complacido, a Miret no se le ocurrió nada mejor sumarse al viaje.

Y allá fueron. Aterrizaron en Cienaguilla, un pequeño llano en las estribaciones de la sierra. Ese sería el último vuelo de aquel DC-3. Quedó inútil. Con Miret en la Sierra Maestra sin posibilidad de retorno y Gustavo Arcos en Venezuela ignorante de todo, la expedición preparada durante largo tiempo quedó sin jefes, y Jesús Suárez Gayol, que estaba al frente del grupo encargado de custodiar el barco y las armas en un lugar de la costa de Campeche, decidió partir hacia Cuba sin encomendarse a Dios ni al diablo ni a la gallega que lo parió  Desembarcaron en Pinar del Río y lo perdieron casi todo, aunque los seis que participaron en aquella estupidez lograron escapar. Atrás quedaron cincuenta hombres, yo uno de ellos. Aunque pasarían muchos antes de conocernos, fue la primera vez que el destino de Húber Matos y el mío se cruzaron. Debimos encontrarnos mucho antes, en la Sierra Maestra, a donde debí llegar uno o dos meses después que él, pero la irresponsabilidad de Pedro Miret y, sobre todo, la absurda decisión de Suárez Gayol me sacaron del juego. Los odié. Los odié a ambos; sobre todo al muchacho camagüeyano, aún después de su absurda muerte en Bolivia. Hasta que, poco a poco, comprendí que había sido un instrumento de Dios, que siempre ha velado por mí sin tomar en cuenta mis merecimientos. Parece que, para decirlo con palabras de Cormak McCarthy, yo soy uno de esos “a quienes Dios ha tenido a bien proteger de la parte de adversidad que en justicia les corresponde”.

Me salvó no ya de morir en algún combate, que mi muerte temprana no parece haber estado nunca en los planes divinos. Me salvó, quizás, de estar bajo el mando de Camilo Cienfuegos cuando el futuro ídolo de los cubanos fusiló a un guajiro de dieciséis años por robar una lata de leche condensada y dos tabacos, cumpliendo órdenes de aquel cuyas órdenes siempre cumpliría. Me salvó de esa y de otras desgracias de las que no escapó Húber Matos.

Las armas traídas de Costa Rica eran el segundo aporte importante del antiguo maestro de Manzanillo. Pero a Fidel Castro, cuyo mayor rasgo de inteligencia es saber quién puede servirle a sus designios, no le agradó aquel hombre de ojos insolentes.  A poco de llegar, lo asignó a la tropa que mandaba Juan Almeida.

Fidel Castro había encontrado un refugio ideal en El Alto de la Plata, un lugar de difícil acceso y casi imposible localización con los medios de que se disponía entonces. Allí, en aquella minúscula meseta rodeada de barrancos y cubierta por una espesa vegetación, se dedicaba a decirles a los cubanos lo que debían o no hacer, mientras sus subordinados se movían de un monte a otro, una escaramuza hoy y otra la semana próxima. Al este de La Plata y siguiendo el ejemplo de su jefe, Juan Almeida ganduleaba, algo para lo que tenía especial talento.

Húber Matos, que llegaba a la Sierra Maestra con un año de retraso, quería pelear. Almeida no se mostró dispuesto a acompañarlo en la pelea, pero tampoco le puso obstáculos. Y allá fue Matos, acabado de llegar, sin experiencia ni entrenamiento, a batirse con  el coronel Angel Sánchez Mosquera. “Echaselo al tigre”, parece haberle dicho Fidel Castro a Juan Almeida, pues nadie de la guerrilla castrista había chocado con Sánchez Mosquera sin que el choque terminase en huida. Increíblemente, el maestro de escuela devenido en guerrillero se enfrentó con relativo éxito al temido y temible coronel.

Nunca se sabría el balance final del enfrentamiento entre aquellos dos hombres. Húber Matos llegó en abril a la Sierra Maestra y en agosto una bala alcanzó en la cabeza a Sanchez Mosquera y puso fin a su vida útil. Moriría en Miami, olvidado, medio siglo después.

Algunos hombres, muy pocos, nacen con un talento natural para la guerra. La Revolución Mexicana, tan musical y cinematográfica, fue menos trascendente en el plano internacional que la nuestra, pero muy superior en lo militar. Aquello fue una guerra, con grandes batallas y todo. En esa guerra, en esas batallas, se distinguió un joven cuatrero analfabeto que llegó a mandar más de treinta mil hombres, artillería incluida. Pancho Villa era un guerrero natural. En su primera carga de caballería, cuando proyectiles de artillería lanzados desde su retaguardia comenzaron a pasar, amenazadores, sobre su cabeza, volvió grupas para protestar ante quien los disparaba:


- ¡Sus pinches cañones nos van a dar en toda la madre, carajo!


- Déjese de chingaderas y avance. Yo sé lo que hago – contestó el coronel Rubio Navarrete, jefe de la artillería, Villa volvió a la carga y entonces comprendió que aquellos proyectiles siempre caían más allá del punto en el que él y su tropa cabalgaban, que le estaban allanando el camino. Lo comprendió enseguida por lo que les dije antes: era un talento natural para la guerra.  No fue el único en esa tan mentada revolución. Alvaro Obregón, que lo derrotaría en dos ocasiones, era comerciante de granos antes de convertirse en combatiente revolucionario.

En el mundo moderno, los jefes militares competentes surgen casi todos de las academias, como el propio Sánchez Mosquera, como los generales alemanes Guderian y Von Manstein que apabullaron a los improvisados generales soviéticos al principio de la II Guerra Mundial. Pero hay excepciones, como Villa y Obregón. Como Húber Matos, que desde el principio se definió como el mejor jefe de la guerrilla que se hacía llamar Ejército Rebelde.

Resulta difícil encontrar trazas de la celebrada inteligencia de Fidel Castro en su gestión como gobernante. Matar y encarcelar no son actividades que requieran talento. Sin embargo, muestra de sagacidad es distinguir quién puede servir a nuestros designios y quién puede ponerlos en peligro. Hasta el 18 de junio de 1992, día de mi llegada al exilio, Húber Matos había sido para mi apenas un rostro en la revista Bohemía, que circulaba en Mexico, donde  yo había decidido permanecer luego de la huída de Batista, sabia actitud que, para mi mal, abandoné. Al mirar aquellas fotos de la entrada triunfal de Fidel Castro en La Habana en las que aparecían Fidel, Camilo Cienfuegos, Dermidio Escalona y Matos, me llamaron la atención los ojos del antiguo maestro manzanillero. “Este hombre es de cuidado”, me dije. ¿En qué sentido? No podía saberlo; pero supe que era un hombre capaz de generar peligro. Lo que yo supe sólo con mirar unas fotos no le puede haber pasado inadvertido a Fidel Castro, que lo tenía delante.

Nunca ha de haber gustado de él. Menos aún cuando, con su ya por entonces crónica costumbre de insultar a sus subordinados, fue parado en seco por aquel recién llegado cuando intentó tratarlo como trataba a los demás. No, aquel hombre no le gustaba, no podía gustarle; sin embargo, después de su demostración ante Sánchez Mosquera decidió utilizarlo al máximo.

¡Y vaya si lo utilizó! Se desentendió de Almeida, hombre de toda su confianza, pero a quien el contacto con la naturaleza campestre parecía haber convertido en discípulo de Fray Luis de León y devoto de la vida retirada, y nombró comandante al levantisco manzanillero. A ocho meses de aterrizar en Cienaguilla, Matos tenía cercada a Santiago de Cuba con fuerzas que normalmente apenas hubiesen bastado para cercar a Palma Soriano, a Contramaeste o a otra población pequeña. Fidel Castro es el político cubano más pragmático de que yo tenga noticia.

En fin, el surrealista gobierno de Fulgencio Batista cayó casi por sí solo y Fidel Castro, Húber Matos y Camilo Cienfuegos, personajes de una futura tragedia, entraron triunfantes en La Habana, junto con mi  primo Dermidio Escalona, un buen ejemplo de hombre insignificante convertido en importante por la que quizás haya sido la más absurda de las revoluciones.

Publicado en el periódico Libre, Miami, miércoles 15 de abril 2010

Última actualización el Miércoles, 05 de Mayo de 2010 10:28
 
Tiempo real y juego de palabras PDF Imprimir E-mail
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Martes, 04 de Mayo de 2010 10:28
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