Brasil: la difícil construcción del futuro, Por Sergio Fausto Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Viernes, 27 de Noviembre de 2015 12:15

O ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva (Foto: Nelson Almeida/AFP) O ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva (Foto: Nelson Almeida/AFP)

La prueba de que la crisis es grave está en la dificultad de vislumbrar el futuro.

En el esfuerzo doloroso y difícil para superar su secular retraso de país colonial, esclavizador y y patrimonialista, Brasil logró avanzar siempre animado por uno o más “proyectos” de modernización. Estos sólo se volvieron realmente democráticos a partir del fin del régimen militar. En la Constitución de 1988, el país proyectó la aspiración de construir un Estado democrático moderno, asegurador de los derechos civiles y políticos y comprometido con la universalización de los derechos sociales. Mirando hacia el futuro, elevó el medio ambiente a la condición de bien público que debe ser protegido. Con un pie en el pasado, consagró monopolios estatales anacrónicos. Por eso, incluso antes de completar diez años, la nueva carta tenía que ser reformada, no desfigurarla, si no para permitir a Brasil navegar por los mares de la globalización.

(Infolatam).- En el primer mandato de FHC, se crearon las agencias reguladoras con independencia técnica y financiera para evitar su captura por intereses políticos clientelistas y para evitar que monopolios privados viniesen a sustituir los monopolios estatales. En el segundo mandato, la Constitución fue complementada por la Ley de Responsabilidad Fiscal, a fin de garantizar que los gobiernos respondiesen a las demandas de la sociedad, sin sacrificar el equilibrio estructural de las cuentas públicas, piedra angular de la estabilidad económica proporcionada por el Plan Real. Esta construcción institucional se hizo junto con la implantación de una amplia gama de programas estatales y del aumento del gasto en el área social. Puesto que no hay almuerzo gratis, la presión fiscal aumentó de 26% a 34% del PIB en ocho años. El segundo mandato terminó con una alternancia real del poder, hecho en forma civilizada, marca de una democracia madura.

Estos avances se dieron de forma concomitante con la permanencia de elementos del atraso: el clientelismo, un fenómeno con orígenes en la Antigua República, presente en las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso; y el corporativismo, herencia del Nuevo Estado, que inscribió sus privilegios en la Constitución “cuidadana” en favor de determinadas categorías de las burocracias estatal y sindical, de patrones y empleados. Estos elementos siguen en vigor, pero debilitados por la modernización del Estado y la economía. Por las mismas razones, se hizo menor la influencia desproporcionada de un puñado de empresas en la toma de decisiones.

En la transición hacia el gobierno de Lula y durante los primeros años de su primer mandato, parecía que el “proyecto de modernización” impulsado en el período FHC continuaría en las manos de un partido de izquierda convertido a la socialdemocracia y de un líder con una trayectoria individual y política que simbolizaba las más altas aspiraciones de la Constitución de 1988. Se prefiguraba la consolidación de un sistema político estructurado en torno a dos fuerzas socialdemócratas, una más a la izquierda y otra más liberal, representativas de los sectores más modernos de la sociedad brasileña. Triste engaño.

Como quedó claro desde el escándalo del “mensalão”, bajo la apariencia de un partido de izquierda “aggiornato”, estaba el viejo PT de guerra. Es cierto que ya no era aquel condominio confuso de tendencias, en gran medida sectarias, sino una organización burocrática comandada operacionalmente por José Dirceu y liderada por el carisma de Lula. El partido se había convertido en pragmático, dispuesto a hacer alianzas a su derecha, pero sus prácticas y actitudes seguían presas de la matriz sindical y de las tradiciones de la izquierda latinoamericana, nostálgica del castrismo y seducida por el “socialismo del siglo 21”. Por no hablar de los apetitos más mundanos.

Ultima fotografía de Amaral, portavoz del PT en el Senado, antes de ser detenido

Ultima fotografía de Amaral, portavoz del PT en el Senado, antes de ser detenido

Hoy en día sólo la misma ceguera ideológica impide ver que el PT perdió la capacidad para liderar cualquier proyecto de modernización y que Lula ya no simboliza las aspiraciones de Brasil desarrollado, democrático y justo. El partido monetizó el clientelismo y soldó el corporativismo estatal, empresarial y sindical a base de recursos públicos y de la corrupción sistémica. Y se ha revelado totalmente incapaz de autocrítica ante los malos actos  practicados.

La tragedia es que tampoco el principal partido de la oposición, el PSDB, se muestra a la altura del reto de tomar el relevo del liderazgo y devolver a su camino el proyecto de modernización en Brasil. A diferencia del sentido común corriente, los programas de ajuste fiscal estructural, de eficiencia y de productividad, por un lado, y los de distribución del ingreso, del combate a la pobreza y del desarrollo social, por el otro, pueden y deben reforzarse mutuamente.

En teoría no es difícil diseñar una agenda que compatibilice esos objetivos en el medio y largo plazo. Implementarla está lejos de ser imposible, a pesar de las tensiones que inevitablemente surgirán en la ejecución de sus objetivos en el camino, sobre todo al principio, dada la gravedad de la crisis.

Falta, sin embargo, una alianza de actores políticos y sociales para volver a crear una nueva perspectiva de futuro. Esta debería tomar la Constitución como una guía, porque sus aspiraciones siguen siendo válidas, aunque los medios para concretarlas deben ajustarse, lo que implica reformas constitucionales.

La cosecha de líderes no es brillante, el sistema de partidos está desorganizado, los viejos movimientos sociales están cooptados, los nuevos corren al margen de las instituciones, la sociedad está perpleja y polarizada. En el lado positivo, apenas la instituciones judiciales y de control, frutos maduros de la Constitución de 1988. Pero la justicia no puede y no debe sustituir a la política.

En este ámbito, la falta de liderazgo está en todas partes. En la presidencia, es dramática. Sí, Dilma puede sostener la silla presidencial, apoyada por argumentos legales contra el juicio político y comerciando apoyos con la “base aliada”. La pregunta que importa, sin embargo, es otra: ¿puede y merece Brasil esperar otros tres años para empezar a construir una nueva perspectiva de futuro?