A los cubanos no les gusta el campo, por José Pats Sariol Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Jueves, 02 de Octubre de 2014 00:48

El título es una frase del exdiplomático español Carlos Alonso Zaldívar —que fuera embajador en Cuba entre 2004 y 2009— en una reciente entrevista (Estudios de Política Exterior, no.161, sep-oct., 2014). La generalización —repetida por otros— merece un diálogo.

¿Será verdad que a los cubanos no nos gusta el campo? Y de serlo, ¿cuáles son las causas? ¿Qué ha ocurrido?

Aquí entra Fidel Castro, aunque por razones nada rurales. Mediante su "de cara al campo" quiso y logró controlar mejor a la población, sobre todo a los jóvenes, con mayores posibilidades de convertirse en disidentes, escurrirse, protestar, burlar... Por esa causa detuvo la tendencia urbana, fenómeno irreversible de la modernidad, donde ya Cuba exhibía índices envidiables por España en 1959.

Pero sobre todo quería controlar La Habana —con odio de pastor que ve cómo se le escapan las ovejas—, ciudad que por sus dimensiones demográficas y físicas es menos atrapable, lo que sabía por sus años en ella antes del triunfo revolucionario y sabe cualquier policía del planeta; y en menor medida las ciudades más grandes del país: Santiago de Cuba, Holguín, Camagüey, Cienfuegos, Santa Clara, Matanzas... Cualquier sitio donde un ser humano normal pudiera refugiarse, pasar inadvertido, ser anónimo. Y en consecuencia hacer un poquito menos difícil librarse de presiones, opinar, conspirar.

Nada de elogio gratuito a la vida campestre, al modo de un poeta latino que apenas salió de Roma. Nada de ecologismo o movimiento verde o amor a palmas y cañas, guateques, canturías y citas martianas. Amor a sí mismo, a los mecanismos de control totalitario.

De ahí la perversidad verde olivo. Las leyes de Reforma Agraria, sobre todo la segunda, para que las Granjas del Pueblo fueran jaulas estatales; cooperativas para que la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP) evitara cualquier oveja descarriada en el tabaco pinareño —inevitablemente privado—, por ejemplo. Hasta el traslado forzoso —aprendido de la Unión Soviética— de los campesinos del Escambray para Pinar del Río, y así evitar los apoyos a los nuevos guerrilleros anticomunistas.

Obreros agrícolas, no campesinos. Y el arma perfecta para inculcar sujeción, servilismo y sobre todo miedo: el trabajo voluntario como mérito y a la vez como castigo a los que deseaban abandonar el país. De las zafras al aparente disparate de El Cordón de La Habana, que destrozó el cordón de pequeños propietarios rurales en torno al monstruo habanero, sin lograr café o que a las vacas les gustara el gandul. Mucho campo, mucho domingo rojo, mucho agotamiento y asambleas de méritos y deméritos, donde no ir al campo era pecado mortal.

De ahí que instrumentara para los jóvenes, con aceitada perversidad, primero el plan de escuelas al campo y luego, hasta donde pudo, las escuelas en el campo... Rebautizó Isla de Pinos como Isla de la Juventud, ordenó un plan de cítricos lleno de monótonos edificios del sistema Girón para becarios, culminó con la enseñanza preuniversitaria del país en escuelas internas alejadas de las ciudades. Disciplina, Jóvenes Comunistas, permisibilidad sexual a cambio de docilidad política... La lista armaría una novela gótica.

¿Disparate? Claro, económico y sobre todo pedagógico y familiar. Pero para el Poder no: otro acierto del sistema para sujetar las riendas. Así se explica la resistencia del viejo líder y sus adeptos a cerrar —ya no había con qué sostenerla— esa estructura agrícola, calzada con el Ministerio de Agricultura, el del Azúcar, las escuelas al campo y en el campo.

La ruina obligó a abrir el puño agrícola. Pero a la vez, como siempre, dejó una salobre secuela: resulta muy difícil incentivar la producción agrícola, mucho menos convencer a citadinos para que cultiven parcelas arrendadas, se intrinquen entre matas de café y cacao, cuyos sacos pagan a precios de esclavistas franceses. Tan difícil como convencer a inversionistas en la industria azucarera de que la contraparte cubana no querrá timarlos o será competente y no impuesta desde la camarilla político-militar.

O tan difícil como ocultar la vergüenza de que el 80% de la comida viene del extranjero, incluyendo las frutas y legumbres y carnes para turistas; en un país donde una de cada cuatro personas —según datos oficiales— se halla por debajo de la pobreza, sobre todo en zonas rurales y suburbanas. Lo que pone al hambre como látigo para labrar la tierra.

Pero la vida, como la agricultura, se les está yendo de los puños a los exguerrilleros. Tal vez a un ritmo donde cada apertura ha dejado de verse como un signo de inteligencia flexible —Lineamientos—, para observarse como un desesperado modo de sobrevivir en el poder y dejar algo —una mata de aguacate para flatulencias— a hijos y nietos.

¿Y entonces en el 2014?

Es el campo de los Castro el que no nos gusta a los cubanos, casi un camposanto donde los fantasmas son las viejas promesas, los aullidos de los crédulos militantes, el espejismo de un futuro siempre por naturaleza pospuesto.

Un campo donde hoy el marabú decide las cosechas, quizás para precipitar el fin de una pesadilla más larga y cruel que la de Franco, con más desempleados, funcionarios ineptos y políticos corruptos que en la España actual, lo que es mucho decir.

DIARIO DE CUBA