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Artigos: Cuba
Elecciones presidenciales en los EUA: Un Análisis PDF Imprimir E-mail
Escrito por Indicado en la materia   
Miércoles, 07 de Noviembre de 2012 14:28

Por Jorge Hernández Fonseca.-

Probablemente nunca antes la elección del presidente norteamericano estuvo revestida de los fuertes tintes ideológicos, que la disputa que acaba de finalizar, dando una clara victoria al candidato demócrata Barack Obama, válida para su reelección.


Elecciones Presidenciales en Estados Unidos 2012: Un Análisis

Jorge Hernández Fonseca

07 de Septiembre de 2012

La elección presidencial norteamericana se presentó como una disyuntiva importante de los rumbos políticos, económicos y sobre todo sociales, que tomará la nación Norteamericana futuramente. La disputa entre Mitt Romney y Barack Obama se proyectó más allá de una batalla por el sillón presidencial estadounidense, escenificándose como un verdadero embate ideológico entre dos formas diferentes de sociedades, en un país que representa el mayor marco cultural, civilizatorio y tecnológico de la actualidad.

Probablemente nunca antes la elección del presidente norteamericano estuvo revestida de los fuertes tintes ideológicos, que la disputa que acaba de finalizar, dando una clara victoria al candidato demócrata Barack Obama, válida para su reelección. El candidato victorioso ganó la elección en el colegio electoral, como la ley manda, y también en el llamado voto popular, obteniendo la mayoría absoluta del universo de votantes que comparecieron a las urnas.

Obama se alza con la victoria a pesar del pésimo estado de la economía del país que él había encabezado los últimos cuatro años, factor que siempre pesó en la decisiones anteriores ante las urnas norteamericanas, lo que califica adicionalmente el éxito alcanzado y de alguna manera revaloriza su posición en la disputa ideológica escenificada en la campaña electoral.

Por un lado, Mitt Romney propugnaba un “retorno a los valores conservadores tradicionales” norteamericanos, que según su razonamiento, había llevado al país a los niveles de éxito y liderazgo mundial en los aspectos sociales, económicos, políticos y militares, convirtiéndolo en la primera potencia mundial. Por su parte, Obama mostraba un camino de cambios en el conservadurismo tradicional de la sociedad, apoyando leyes de corte “progresista”, así como un sistema de asistencia social universal, todo asociado a cierta renuncia a continuar con el papel rector unilateral de EUA en el plano internacional.

La posición de Romney propugnaba el retorno de EUA a las posiciones que le permitirían re-asumir su condición de líder mundial, mientras que Obama defendía el cambio de visión hacia una sociedad más solidaria socialmente, sin una excesiva acción exterior unilateral. Se trató de una diputa relativa al papel futuro de la Nación Norteamericana en los dos aspectos principales de su accionar político: internamente, la participación del estado para el apoyo solidario social y en el aspecto exterior, el papel norteamericano en el mundo actual compartiendo el liderazgo.

Históricamente toda la sociedad humana fue creciendo paulatinamente impulsada por una mezcla de talento individual con organización colectiva del hombre, agrupándose en pueblos, ciudades, países y naciones, que por sus grados de desarrollo cultural y material general devinieron en estados de diversos tipos: algunos consiguieron crear riquezas y se convirtieron en estados fuertes y poderosos, otros menos desarrollados y por eso menos poderosos, al relacionarse con los estados ricos se convertían en dominados de diversas formas.

La historia mundial revela la sucesión de imperios dominadores, con el grupo de países y etnias dominadas. Desde el inicio de la civilización en la Mesopotamia, con sus diversas etnias que dieron lugar a los primeros imperios con dominadores y dominados, pasando por el imperio egipcio y su esplendor, los diversos imperios persas, las dinastías chinas, el imperio griego de Alejandro el Magno, el imperio romano, de varios siglos de duración y así sucesivamente hasta hoy, que se considera a EUA como el país líder mundial, o “el imperio”.

De manera que, desde que el mundo civilizado existe, hay países dominadores y dominados, lo que nos llega hasta hoy con la misma connotación de la antigüedad, denominándose “imperios” a aquellos países desarrollados que ejercen su papel de líderes mundiales. Tal es el caso de los Estados Unidos, que recibe esta denominación heredada de la guerra fría, escenificada por los dos “imperios” de la época: el imperio soviético, materializado como una falsa “unión de repúblicas” (dominador y dominados juntos en un solo “país” artificial) y los Estados Unidos, denominado por los soviéticos --y la izquierda mundial-- como “el imperio norteamericano”.

Fuera de la diputa territorial escenificada entre EUA y la antigua Unión Soviética, existía un fondo ideológico entre ambos contendientes; se trataba de dos visiones diferentes de sociedades: por un lado, EUA propugnaba un sociedad democrática, libre política y económicamente, donde el ser humano tuviera responsabilidades individuales con su futuro y la visión soviética, socializante, donde la libertad se subordinaba a los intereses colectivos, estableciéndose una dictadura política, con la finalidad de recibir ventajas sociales colectivas.

La Unión Soviética desapareció por implosión interna, debido a que su sistema dictatorial no funcionó, ni en el aspecto social ni en el económico y el campo democrático, liderado por EUA, quedó como líder unilateral del llamado “mundo libre”, junto a los países de Europa agrupados en la Unión Europea. Este campo democrático caminó rápidamente hacia un crisis financiera de grandes proporciones y colocó sobre el tapete la discusión sobre el exceso de liberalismo de los sistema económicos-financieros por un lado, trayendo a remolque la discusión sobre los “beneficios sociales” y su conveniencia como potenciales causantes, en Europa, de la crisis.

Como que la crisis financiera golpeó por igual a Europa y Estados Unidos, se infiere que la manera de enfrentar los aspectos sociales en la Unión Europea no han sido los causantes directos de la crisis, ya que EUA había tenido hasta ese momento una manera totalmente diferente de enfocar estos beneficios y en este país la crisis ha sido igualmente profunda. En esta constatación encontró Obama el argumento básico para insistir en la necesidad de más beneficios sociales adicionales para los norteamericanos.

La indiscutible victoria de Obama apunta en dos direcciones: una dirección interna, para continuar con el establecimiento de un sistema social más parecido con el europeo --criticado por los republicanos-- y otra dirección, para detener la excesiva intervención externa unilateral de los Estados Unidos en asuntos de terceros países. Las grande preguntas para ambas direcciones serían: ¿el sistema de protección social europeo causaría un excesivo daño al papel individual que cada persona debe tener en la sociedad norteamericana como parte de su iniciativa? y ¿sería estratégicamente conveniente para EUA que abandonara voluntariamente su papel de líder mundial, sabiendo que el vacío de poder siempre es foco de la ambición de otros aspirantes, como lo demuestra la historia “desde que el mundo es mundo”?

Es claro que ambas preguntas deben ser respondidas sólo por los norteamericanos y no por el resto del mundo, que de alguna manera “observa los toros desde la barrera”, y carece de los elementos y la responsabilidad implícita en aquellos que viven en el seno de la sociedad de más alto grado de desarrollo entre las potencias mundiales actuales. Es de destacar que muchas de las actuales potencias son países “venidos a menos”, por haber sido en otros tiempos “el imperio”, sin que en ningún caso este haya sido objeto de renuncia voluntaria por parte de quienes lo ejercieron, la mayoría de las veces de manera cruel y sangrienta.

Artículos de este autor pueden ser encontrados en http://www.cubalibredigital.com

Última actualización el Jueves, 08 de Noviembre de 2012 08:41
 
DEJAR EL ORGULLO DE LADO PDF Imprimir E-mail
Escrito por Indicado en la materia   
Miércoles, 31 de Octubre de 2012 00:22

Por Yoani Sánchez.-

El huracán Sandy ha devastado la ciudad de Santiago de Cuba y causado daños severos en varios municipios del oriente del país. Las imágenes de destrucción hablan por sí solas, pero las cámaras apenas si logran captar una porción del drama. La gran tragedia discurre en un plano difícil de fotografiar, o de describir con palabras. Lo peor es imposible de ser narrado. Se trata de una mezcla de sentimientos que se mueven entre la tristeza y la impotencia, el dolor y la desesperanza, la consternación y el miedo. Miles de personas que han visto como los vientos se llevaban buena parte de sus vidas, que despertaron una mañana en pueblos deshechos de calles colapsadas y techos ausentes y saben que recuperarse de algo así les podría llevar el resto de su existencia.

Sandy demoró cinco horas en atravesar el oriente cubano, pero destruyó viviendas, infraestructuras y objetos que tardarán años en restablecerse. Las pérdidas de vidas humanas ha sido el saldo más trágico, pero también la naturaleza ha sufrido bastante. Sus intensas rachas de viento impactaron sobre un fondo habitacional con décadas de deterioro acumulado; su fuerza de huracán dos cayó sobre una población sin reservas alimentarias para enfrentar los días de colapso que han llegado después. Como si el estrago hubiera sido poco, las inundaciones que provocó en la zona central del país han agudizado el desastre agrícola, lo cual empeora la capacidad recuperativa de la nación. Cuba vive hoy una situación de calamidad, aunque el triunfalismo de los medios oficiales quiera sustituir el lamento por las consignas y la evaluación objetiva por la ilusión.

Sólo si se reconoce la gravedad de la situación, se podrá encontrar verdaderas soluciones. El gobierno tiene la máxima responsabilidad de manejar con transparencia y humildad esta situación de emergencia. Son horas de poner el orgullo a un lado y solicitar la ayuda de organismos internacionales entrenados en este tipo de tragedias. Los cubanos esperamos que nuestras autoridades faciliten la entrada de la Cruz Roja Internacional y demás organizaciones de corte humanitario, para evaluar las zonas afectadas y contribuir con recursos y solidaridad a quienes lo perdieron casi todo. Las amenazas de un rebrote de cólera y de la posible propagación del dengue, son elementos que están marcando la urgencia en la toma de decisiones. No se puede esperar más.

Tampoco es recomendable continuar con las estructuras centralizadas y verticales en la distribución de la ayuda. Ejemplos anteriores demuestran que cuando el Estado quiere ocuparse de todo, incluyendo la repartición de clavos o la entrega de un poco de azúcar, estos mecanismos son rápidamente permeados por el descontrol, la corrupción y el desvío de recursos que recorre todas las esferas del país. Ya hay testimonios de que se impide a activistas y periodistas independientes llegar hacia las zonas afectadas, pues el gobierno no quiere que se reporte la gravedad de lo ocurrido con todos los detalles, ni que se establezcan caminos paralelos para que fluya la ayuda. Hay que recordarle entonces que ningún partido puede tener el monopolio sobre la solidaridad y que no son momentos de hacer política ni proselitismo con la desdicha de tantos.

Durante estos últimos días han surgido varias iniciativas, desde la ciudadanía, el exilio, la iglesia y otros grupos de la sociedad civil, para ayudar a paliar el drama causado por el Huracán Sandy en el Oriente del país. Imbuidos por la solidaridad, varios ciudadanos han establecido puntos de recogida de productos básicos en la capital y demás regiones del país. Ninguno de estos lugares está bajo el auspicio de un partido político ni de un grupo en específico, sino que descansan en un sentido humanista y en la horizontalidad de la ayuda. A finales de esta semana los recursos compilados serán trasladados hacia Santiago de Cuba y distribuidos allá a través del Padre José Conrado -sacerdote de la Iglesia de Santa Teresita en Santiago de Cuba- y de activistas de la sociedad civil. Se priorizará a los más damnificados y a las zonas más devastadas. A continuación los datos de contacto, para quienes radican dentro o fuera del territorio nacional.

Bienes que se están recolectando:

Alimentos enlatados, alimentos deshidratados y leche en polvo.

- Artículos de higiene personal (jabón, detergente, desodorante).

- Velas y baterías. Ropa de cama, toallas, ropa de uso personal.

- Medicamentos (analgésicos, antigripales, sales de hidratación, vitaminas, antidiarreicos, cremas para dolores musculares, etcétera).

- Pastillas o gotas para clorar el agua.

- Pañales desechables y almohadillas sanitarias.

Las direcciones hacia las cuales llevarlos:

- Municipio Habana del Este: Barriada de Alamar: Edificio B-17 apto. 21 Zona 5. Alina Guzmán o Nilo Julián, tel: +5353862111

- Municipio Plaza: Factor no. 821, apto 14B entre Conill y Santa Ana. Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar Tel: +5352708611 y +5352896812

- Municipio 10 de Octubre, La Víbora: Saco no. 457 apto 6 entre Carmen y Patrocinio. Esperanza Rodríguez y Wilfredo Vallín, tel: +5353149664

- Municipio Centro Habana: Sede de las Damas de Blanco, Calle Neptuno no. 963 entre Aramburu y Soledad. Berta Soler Tel: +5352906820

- Municipio Playa: Avenida 1ra no. 4606 entre 46 y 60, Miramar. Ailer González +5353233726

Para quienes no radiquen en territorio nacional y quieran hacer llegar ayuda, sugerimos la compra online de alimentos en los siguientes sitios web:

http://supermarket.treew.com

http://www.carlostercero.ca

http://envioalimentosacuba.com

http://www.lapuntilla.ca/

Recomendamos no comprar alimentos que necesiten refrigeración, ni demasiada cocción para ser ingeridos. El envió puede hacerlo a nombre de cualquiera de las personas listadas con anterioridad y a las direcciones también mencionadas, o a cualquier amigo o conocido que tenga en la Isla. ¡Muchas gracias de antemano!

Tomado de EL PAÍS, MADRID, ESPAÑA

Última actualización el Viernes, 02 de Noviembre de 2012 10:55
 
LA MALDICION DEL CASTRISMO PDF Imprimir E-mail
Escrito por Indicado en la materia   
Miércoles, 31 de Octubre de 2012 14:24

Editorial de La Nueva República*

No acababa Raúl Castro de terminar la fiesta por la campaña fraudulenta de Hugo Chávez  en Venezuela cuando un huracán llegó a tierras cubanas para demostrarnos  una vez más que los Castro son una maldición.

Ante la tragedia, magnificada por el pésimo estado de las construcciones y los errores del régimen, cualquier jefe de estado hubiera viajado  inmediatamente a  la zona a reunirse con el pueblo y a darle aliento.

Raúl no viajó a Santiago hasta que le aseguraron que su vida no corría peligro. No obstante, mantuvo la distancia de la molestia y la desesperación de la gente con encuentros cuidadosamente organizados.  No se ensució ni las suelas de sus brillantes, cómodos  y elegantes zapatos.  Con un uniforme impecable, bien peinado y  disfrutando un  agradable aire acondicionado se reunió en el Puesto de Dirección para Situaciones de Desastre del Consejo de Defensa Provincial. Allí  sus camaradas militares, igualmente elegantes, sin una traza de sudor o fango, le informaron de  la situación.


Como Cuba está en la quiebra, el dictador no pudo anunciar cuantos millones se dedicarían  a la reconstrucción de viviendas, a paliar el hambre de los miles de cubanos desamparados, a reparar la infraestructura etc. Lo que se ha publicado es lo que esperábamos, que un barco viaja de Venezuela con ayuda para evitar que el parasito castrista tenga que enfrentar la furia del pueblo.


Pero no todo es negativo.  En medio de la desgracia ha habido muchas  demostraciones de solidaridad entre quienes sufrieron la tragedia y  hacia ellos de los cubanos en la isla.   Si la dictadura no tuviera tanto temor al pueblo y permitiera que el exilio y los Estados.

Unidos asistieran, la ayuda llegaría en tales volúmenes que toda la zona afectada, incluyendo la agricultura, no solo se repondría sino que superaría con creces su situación anterior.

Pero eso equivaldría a acabar de una vez con el mito del enemigo exterior y la mentira de la mafia cubana de Miami.  Sería el fin del régimen.

Compatriotas, el castrismo es una maldición que nos obligará a todos a liberarnos del temor para acabar con ella, porque de este país no se va el que quiere sino el que puede.



*
La Nueva República es el semanario del CID en la isla.

Última actualización el Miércoles, 31 de Octubre de 2012 14:26
 
Falacias del igualitarismo PDF Imprimir E-mail
Escrito por Indicado en la materia   
Martes, 30 de Octubre de 2012 08:32

Por Carlos Alberto Montaner.-

Comienzo estas líneas aludiendo al último tercio del siglo XVIII, cuando se forjó nuestro mundo contemporáneo desde el punto de vista político, jurídico, y, en gran medida, económico.

Parto de la base de que seguimos siendo hijos de la Ilustración y del pensamiento de hombres como John Locke, Montesquieu, el irreverente Voltaire y, tal vez sobre todo, del ejemplo de la revolución americana.

Las ideas que pusieron en circulación, el Estado que entonces diseñaron —autoridad limitada, poderes que se equilibran, constitucionalismo, partidos que compiten, alternancia en el poder, propiedad privada, mercado— y las actitudes que preconizaron para sustituir al viejo régimen absolutista —meritocracia y competencia— mantienen todavía una vigencia casi total.

Hoy no solo las 30 naciones más exitosas del planeta se comportan, más o menos, con arreglo a ese modelo de Estado, sino resulta evidente que los países que abandonan los sistemas dictatoriales, generalmente opresivos y estatistas, como la URSS y sus satélites, tratan de desplazarse en la dirección del tipo de gobierno creado por los estadounidenses.

Esa subordinación nuestra a una cosmovisión bicentenaria no debe sorprendernos. Al fin y a la postre, todavía viven en nosotros, y le dan forma y sentido a nuestros juicios críticos, numerosos aspectos de las ideas de Platón o Aristóteles o los milenarios principios morales del judeocristianismo.

Igualitarismo, desigualdades y darwinismo social

En consonancia con esta observación, me atrevo a afirmar que el gran debate intelectual de Occidente en los dos últimos siglos gira en torno a las desigualdades económicas y a los diferentes desempeños de los individuos y, por tanto, de las sociedades.

Cuando en 1776 Adam Smith publica La riqueza de las naciones está intentando explicarse cómo y por qué ciertos países, y especialmente Gran Bretaña, han conseguido abandonar la pobreza.

La aparición de la obra coincide exactamente con la divulgación de la Declaración de Independencia de Estados Unidos escrita por Thomas Jefferson, donde se establece la igualdad esencial de todos los hombres. Dice el texto en uno de sus párrafos fundamentales:

"Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados."

Pero en ese fragmento tan conocido del famoso documento, radican los dos elementos que constituyen la médula del problema. Por una parte, todos los hombres son creados iguales, mas por la otra, todos tienen derecho a la búsqueda de la felicidad.

Solo que la felicidad es un estado anímico absolutamente subjetivo. Una persona puede encontrar la felicidad orando en el desierto, vestida de harapos, como los anacoretas, o puede hallarla en un palacete rodeado de riquezas materiales.

Puede sentirse feliz y realizado trabajando intensamente en pos de ciertos objetivos filantrópicos, o, de lo contrario, dedicado al ocio, a la contemplación o la vida lúdica. Todo depende de sus valores y de las necesidades psíquicas y emocionales que posea.

Precisamente, una de las causas del fracaso de las dictaduras totalitarias, y de los inmensos perjuicios que generan, ya sean las de inspiración marxistas, o las fascistas, sus primas hermanas ideológicas, radica en que la clase dirigente en esos regímenes se arroga el derecho a definir para todas las personas cuáles son las características de la felicidad y cómo cada uno debe vivir para poder encontrarla.

No hay malestar mayor para cualquier ciudadano que sufrir la arrogancia de unos funcionarios, dueños de la verdad absoluta, empeñados en negarnos lo que disfrutamos y exigirnos lo que detestamos, imponiéndonos sus gustos y preferencias en todos los órdenes de la existencia y en todos los aspectos de la conducta, hasta tejer una camisa de fuerza social en la que, como suelen decir en los paraísos socialistas en una frase teñida por la melancolía: todo lo que no está prohibido, es obligatorio. De ahí que en esos Estados no hay felicidad posible.

En ellos, buscar la felicidad propia, que es la única que existe, generalmente conduce a uno de los cuatro destinos que los Estados totalitarios les deparan a los ciudadanos desadaptados: la muerte, la cárcel, el exilio o la marginación social.

Vale la pena, en este punto, consignar la primera falacia del igualitarismo: El reconocimiento de que todas las personas tienen los mismos derechos no implica que obtengan, y ni siquiera que deseen, los mismos resultados. Los Estados que tratan de uniformar los resultados, aunque estén llenos de buenas intenciones, lo que provocan es una profunda infelicidad en los ciudadanos sujetos a esas arbitrarias imposiciones.

Ante esta afirmación, no faltan quienes alegan que hay algo instintivo en la especie humana que nos lleva a rechazar las diferencias en los modos y niveles de vida, especialmente cuando contemplamos personas rodeadas de riquezas frente a otras que apenas pueden alimentarse.

En realidad, puede admitirse que, en efecto, existe un rechazo instintivo, pero no exactamente de los grados de riqueza, sino de la forma de adquirirla.

Se sabe, por experimentos con primates, esos parientes nuestros tan cercanos, que cuando la recompensa que reciben por la misma conducta es diferente, el chimpancé agraviado enseña los colmillos y manifiesta su inconformidad.

Por ejemplo, a dos chimpancés se les enseña a la vez el mismo comportamiento y a cada uno se le da como premio dos plátanos cuando hacen correctamente lo que se les pide. Pero si, cuando repiten el truco, uno recibe los dos plátanos y el otro solo uno, el que recibe la menor recompensa suele protestar.

Es posible, pues, hablar de una oscura pulsión hacia la justicia a la que llamaremos instinto, pero se basa en el agravio comparativo de premiar a alguien arbitrariamente.

De alguna manera, el fin del absolutismo y de la clase aristocrática responde a esa búsqueda instintiva de la equidad, pero la verdadera equidad no estaba fundada en el reparto igualitario de los bienes materiales, sino en la obtención de recompensas y distinciones como consecuencia de los méritos basados en el conocimiento, el trabajo, la eficacia, y la competencia entre personas y empresas.

La idea, muy norteamericana, de que nadie estaba por encima de la ley y nadie, por lo tanto, merecía privilegios, había arraigado en el corazón del nuevo Estado gestado por los padres fundadores, al extremo de prohibir constitucionalmente la aceptación de rangos aristocráticos.

Habían llegado a formular ese principio por razones éticas más que económicas, pero lo cierto es que inesperadamente ahí estaba el núcleo central del fenómeno del desarrollo y la prosperidad crecientes: meritocracia y competencia.

Nadie reparó, o a nadie le importó, que ambos factores, tanto la meritocracia como la competencia, no solo inevitablemente generaran desigualdades, sino que ésas eran las causas del éxito.

La meritocracia crea un orden social que premia y distingue a los que más saben, a los que mejor hacen su trabajo, a quienes cumplen las reglas con más probidad.

La meritocracia establece la supremacía de los mejores, lo que suele traducirse en un mayor reconocimiento general y, por supuesto, en más bienes materiales.

Ese orden social crea lo que en la cultura inglesa llaman ganadores y perdedores, pero es posible que, cuando los triunfos no están fundados en el capricho ni en la arbitrariedad, sino en el talento y el esfuerzo objetivo de las personas, la aceptación de esa jerarquía también responda a nuestros instintos.

Al fin y al cabo, todos sabemos que dentro de nuestra psiquis se enfrentan dos tendencias no siempre conciliables: por una parte están las fuerzas centrípetas que nos unen al grupo (distintas formas de tribalismo, como el nacionalismo o el vínculo afectivo a equipos deportivos), y de la otra, las fuerzas centrífugas que nos llevan a tratar de fortalecer nuestro yo para destacar nuestra individualidad y alejarnos del grupo.

Esa fuerza centrífuga nos conduce a competir con los demás y, cuando es extrema, cuando es patológica, se hace insoportable y la llamamos narcisismo.

Para el narcisista, el otro ha desaparecido y la única función de los demás seres humanos es ponerse a su servicio. Quien no lo hace es una especie de traidor. El narcisista carece de empatía y por eso es insoportable.

Por la otra punta del asunto, cuando la autoestima es muy baja, el individuo sufre. Se siente inferior a las personas que lo rodean y ello le causa un hondo malestar psicológico.

De ahí que podamos consignar otra falacia del igualitarismo: No es verdad que instintivamente las personas tiendan a procurar la igualdad. Si hay, realmente, una urgencia natural, ésta nos lleva a destacarnos, a tratar de triunfar, a competir y a superar a los otros. Y este fenómeno, que pudiéramos calificar como darwinismo psicológico, está en la raíz del desarrollo de las sociedades, aunque dé lugar a desequilibrios y desigualdades. Tratar de ahogarlo, como suelen hacer en las sociedades totalitarias, es una receta segura para la infelicidad individual y para el fracaso colectivo.

El sueño americano y las desigualdades

Uno de los conceptos que mejor resume esta realidad es el que englobamos tras la frase "el sueño americano". En rigor, pudiéramos sustituir esa expresión por otra más larga y más clara como "el deseo natural de toda persona razonable y laboriosa a mejorar su nivel de vida con su propio y legítimo esfuerzo".

En el pasado hubo un sueño argentino, cuando cientos de miles de inmigrantes europeos se desplazaron al mayor y acaso mejor dotado de los países hispanoamericanos.

También hubo un sueño cubano, especialmente entre 1902 y 1930. En ese periodo, la inmigración europea, casi toda española, prácticamente duplicó a la población nacional originalmente censada en millón y medio de nativos.

Y, hasta hace poco, pudo hablarse de un sueño español, dado que en el curso de poco más de una década casi un millón de hispanoamericanos volvieron a su vieja casa cultural en busca de un mejor destino.

Pero observemos de cerca ese impulso: el inmigrante busca oportunidades para separarse del nivel social al que pertenece en su tribu de origen.

La audacia y ese fuego interior que lo lleva a dejarlo todo, y a veces hasta jugarse la vida en una balsa, en una patera, o colocándose en manos de un coyote, por lograr un mejor destino para él y para su familia, es una verdadera declaración de principios contra el igualitarismo.

Ese emigrante quiere ser distinto, quiere sobresalir. Va a Estados Unidos porque no se trata de un sueño, sino de una realidad: él sabe que si trabaja duro y cumple las reglas, logra integrar los niveles sociales medios del país.

No es un sueño: es un pacto no escrito. Un pacto abierto que lo autoriza a pensar que sus hijos, mejor educados y con total dominio del idioma, pueden ascender por la amistosa ladera social del único país que conozco en el que los inmigrantes, nacidos en el exterior, aunque hablen el inglés con cierto acento extranjero, a base de esfuerzo y talento, pueden escalar las más altas posiciones en la esfera pública, como ha sido el caso de Henry Kissinger, del exsenador Mel Martínez o del exgobernador de California Arnold Schwarzenegger.

Es el caso, también, en la esfera privada de, triunfadores antológicos como Roberto Goizueta, un exiliado cubano que presidió con un éxito extraordinario a Coca-Cola, la empresa emblemática del capitalismo norteamericano, o George Soros, el magnate financiero nacido en Hungría y ciudadano de Estados Unidos, alguien capaz de estremecer el mercado o sacudir países con sus compras y ventas de acciones, valores o monedas.

La falacia de los defensores del igualitarismo, quienes, paradójicamente, dicen ser proinmigrantes, es obvia: Por definición, los inmigrantes son los mayores adversarios del igualitarismo. Quieren ser diferentes a la sociedad y al grupo que dejaron en su país de origen. Quieren escalar por la ladera económica. Buscan mejores condiciones de vida y reconocimiento social. Es absurdo percibir a los inmigrantes como pobres que buscan ayuda pública. Lo que procuran es oportunidades para, precisamente, escapar de la manada.

La torcida ética del igualitarismo

Durante milenios, y muy especialmente desde la entronización del cristianismo en Occidente, fue muy frecuente la crítica a quienes detentaban el poder económico.

En esencia, la crítica a los poderosos se basaba en dos consideraciones: la idea de que la riqueza no se expandía y el comercio de bienes y servicios era una especie de suma-cero. Lo que uno ganaba, otro lo perdía.

La segunda consideración tenía más fundamento. Desde el surgimiento de estructuras sociales complejas como consecuencia del desarrollo de la agricultura, aparecieron los privilegios y las dignidades.

La clase dirigente, esto es, el jefe, los guerreros y los chamanes, extraían unas rentas abusivas de los campesinos mediante la violencia y la coerción.

Era natural sentir esas obligaciones como algo profundamente injusto.

Cuando se incrementaron la producción artesanal y, en consecuencia, el número de comerciantes, todos situados en burgos o centros urbanos, los privilegios se acentuaron.

Estos factores económicos pactaron con la clase dirigente y crearon lo que el Premio Nobel de Economía Douglass North llama "sociedades de acceso limitado".

El dinero de los productores sostenía a los poderosos y el favor de los poderosos incrementaba el dinero de los productores. Era difícil entrar en ese círculo vicioso —nunca mejor dicho— de los ganadores.

Esa fórmula (que todavía perdura en la mayoría de los países del planeta) duró, precisamente, hasta que en Estados Unidos, sin proponérselo, echaron las bases de un modelo diferente de Estado, basado en la igualdad de derechos, la competencia y la meritocracia.

En Estados Unidos los privilegios eran mal vistos y todos debían colocarse bajo el imperio de la ley y la autoridad de la Constitución. Ganar con ventaja era censurable y, muchas veces, constituía un delito.

No obstante, lo que cambió poco fue el juicio moral sobre quienes poseían la riqueza y los que nada tenían.

La visión ética siguió siendo la que se empleaba para juzgar a las sociedades de acceso limitado, sin advertir que comenzaban a forjarse (sigo con la denominación de Douglas North), sociedades de acceso abierto en las que el desempeño económico brotaba, en gran medida, del esfuerzo y la responsabilidad individuales.

En español se abrió paso una palabra cargada de censura: había que transferir fondos a los desposeídos. Es decir, a las personas a las que los otros, de alguna manera, les habían usurpado sus posesiones.

Por supuesto, era humanamente correcto ayudar a quienes tenían grandes necesidades, pero el planteamiento estaba teñido por la culpabilidad, como si los que nada tenían fueran las víctimas de los que habían creado y acumulado riquezas.

No entendían algo que José Martí, el más ilustre de todos los cubanos, explicó en su prólogo a un libro del autor Rafael Castro Palomino a fines del siglo XIX. Cito: "Pero los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin fortuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son locos que quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las facultades que vienen con ella".

Se estableció entonces la idea de que la manera justa de rescatar a los pobres de su miseria era mediante las transferencias constantes de los poderosos a los menesterosos.

Pero lo perjudicial de esas transferencias no era, obviamente, que se usaran para ayudar a los pobres a superar su inferioridad económica mediante el aprendizaje o el apoyo a iniciativas empresariales, como sucede con los microcréditos, algo generalmente muy positivo, sino que, en muchos casos, especialmente en América Latina, se convirtieron en instrumentos de los partidos políticos populistas para fomentar el clientelismo, con lo cual se perpetuaba el problema en lugar de solucionarlo.

El PRI mexicano, tras ejercer el poder durante siete décadas, mantenía en la pobreza, una pobreza agradecida, todo hay que decirlo, a más del 50% de la población que era, por cierto, donde obtenía su mayor respaldo electoral.

Algo no muy diferente a lo que sucede en Venezuela, donde la popularidad de Hugo Chávez se sostiene en los sectores D y E de la población, los más pobres, cooptados mediante una estrategia fatal de asistencialismo.

En todo caso, el fenómeno del transferencismo ha hecho metástasis hacia otras zonas de la convivencia y hoy afecta a las relaciones internacionales.

El esquema de pensamiento es similar: de la misma manera que muchas personas creen que la pobreza de un vasto sector de la sociedad se debe a la riqueza de unos pocos, son legiones quienes suponen que la riqueza de las naciones poderosas es producto de la explotación de las más débiles, lo que dicta la necesidad de establecer transferencias internacionales para paliar este incalificable atropello.

En Naciones Unidas hasta se ha fijado un porcentaje fijo del Producto Bruto Nacional para cumplir con ese deber: el 0.8%.

En realidad, esas transferencias, manejadas entre burocracias públicas, sirven de muy poco. En la década de los sesenta del siglo pasado América Latina, dentro de la llamada Alianza para el Progreso, se tragó treinta mil millones de dólares sin resultados apreciables.

Y esto fue verdad incluso dentro del campo socialista, donde se suponía que la planificación centralizada manejara mejor los recursos: solo la pequeña Cuba fagocitó entre 60 y 100 mil millones de dólares de subsidio soviético —depende del economista que saque la cuenta— durante los treinta años que la Isla figuró como un satélite de Moscú.

La falacia de la política de transferencias, defendida por los partidarios del igualitarismo, es inocultable: Las transferencias de quienes tienen a quienes no tienen, ya sean personas o países, no alivian la pobreza, sino tienden a convertirla en un problema crónico. Y la razón más evidente es que esos recursos los utilizan las clases políticas dirigentes para amaestrar conciencias y llenar estómagos agradecidos.

Por otra parte, las transferencias poseen un potencial factor de disgregación cuando los donantes sienten que son esquilmados por los donados. Ese fenómeno lo vemos en la Unión Europea, donde un número creciente de electores de países como Alemania u Holanda prefiere terminar con la alianza antes que continuar subsidiando a sociedades que tienen actitudes diferentes hacia el trabajo y la responsabilidad individual.

Esos electores piensan, con cierta razón, que si los griegos desean vivir como los suecos, deben trabajar como ellos y no esperar que un flujo constante de transferencias los indulte del enorme esfuerzo, disciplina y buen gobierno que ello requiere.

La desigualdad y la competencia

Otro de los caballos de batalla de los partidarios del igualitarismo es la desconfianza en la competencia y en el progreso. Desconfían de la producción extranjera porque, supuestamente, destruye puestos de trabajo nacionales.

Es curiosísimo que quienes suelen calificarse como progresistas suelen ser quienes con mayor virulencia se oponen a los cambios tecnológicos y a los avances de la ciencia, basados en la hipótesis, a veces cierta, de que sustituyen mano de obra.

No en balde, las sociedades dominadas por esos progresistas son las que menos progresan.

La verdad es que el progreso, al menos en una primera etapa, siempre genera perdedores.

La imprenta acabó con miles de copistas que devengaban su salario escribiendo a mano, pero poco a poco fueron sustituidos por los obreros de artes gráficas.

La luz eléctrica casi liquida la enorme industria de las velas y las cererías, mas aceleró todos los procesos productivos, modificó los horarios de trabajo y creó miles de nuevas actividades.

Es tan obvio que el progreso termina por beneficiarnos a todos, aunque a corto plazo perjudique a algunos, que no vale la pena continuar dando ejemplos.

Pero el progreso se sostiene, precisamente, en la desigualdad y en el desequilibrio. Esa es su naturaleza.

Hay espíritus inquietos, desiguales, que se proponen hacer nuevas cosas, o hacer las viejas cosas de manera diferente. Suelen ser individuos creativos, rompedores, que traen cierto benévolo desasosiego a nuestra convivencia.

Joseph Schumpeter hablaba de la destrucción creadora del mercado. Los consumidores e inversionistas, con sus recursos y sus preferencias, destruían y construían empresas constantemente.

Tenía razón. Y no era un fenómeno perverso, sino beneficioso. Es así como mejor se asigna el capital y, al cabo, como más rendimiento produce, más empresas genera, y con ellas más puestos de trabajo.

Hace unos días, nada menos que Kodak se declaró en bancarrota. La destruyeron la tecnología digital y los teléfonos inteligentes que son, además, cámaras de fotografía.

Kodak no supo o no pudo adaptarse a los tiempos modernos. Newsweek tampoco, y con esa revista cientos de diarios de papel y numerosas editoriales han cerrado sus puertas.

Internet es una especie de gigantesco tornado que arrasa y absorbe todo lo que se le acerca: periódicos, libros, música, escuelas, radio, televisión. Todo.

Esos formidables cambios, naturalmente, conllevan altibajos. Dislocan la producción y la remuneración de los agentes económicos.

Pero también explican las diferencias de ingresos. Quienes han tenido la suerte o la visión de formar parte de las actividades preferidas por el mercado, que suelen ser las de tecnología punta, reciben mayores beneficios.

Por eso prosperan muchos individuos y muchas empresas más allá de la media. Y por eso, cuando en una sociedad proliferan este tipo de empresas, no solo el enriquecimiento individual y colectivo es ostensible: también disminuyen las diferencias que separan a quienes tienen más de quienes tienen menos.

La principal razón que explica por qué el Coeficiente Gini de los países escandinavos o de Suiza es más justo que el de las naciones latinoamericanas o africanas, no radica en el alto nivel de impuestos que pagan los ciudadanos de esos países, sino por la calidad del tejido empresarial que poseen, hecho que posibilita el pago de salarios altos.

De donde se deduce y desmiente otra falacia proclamada por los igualitaristas: Si lo que se desea es reducir las abismales diferencias que existen en nuestros países entre los que tienen más y los que tienen menos, la fórmula es desarrollar un tejido empresarial complejo y moderno, con alto valor agregado, como ha hecho Israel, por ejemplo, la nación que más empresas incuba y genera de acuerdo con su población, lo que implica darle una gran importancia a la tecnología y a la ciencia.

Termino con una observación inevitable: no hay que luchar para que todos dispongan del mismo modo de vida. Eso es contraproducente, contra natura, empobrecedor. Hay que luchar para que las personas tengan una educación y una información adecuadas. Hay que inducir el comportamiento individual responsable para crear ciudadanos convencidos de que una de sus tareas y obligaciones es sostener al Estado, y no que el Estado los sostenga a ellos.

La calidad de una sociedad, en suma, no se mide por el grado de igualdad que exista entre sus miembros, sino por las posibilidades de vivir y crear riquezas en libertad sin necesidad de la asistencia colectiva. Se mide, en suma, por las posibilidades que tienen los ciudadanos de buscar en ellas la felicidad individual.

Aquellos Estados que se ven obligados a asistir a una parte sustancial de los ciudadanos, y no solo a los que están objetivamente incapacitados, no son Estados benevolentes y generosos, sino Estados fallidos precipitados a la violencia, el atraso, el desorden y la crispación creciente de la sociedad.

Eso es lo que nos ha enseñado la historia.


Carlos Alberto Montaner dictará esta conferencia hoy en la Fundación Libertad y Progreso, en Buenos Aires.

Tomado del DIARIO DE CUBA

 
Florituras migratorias PDF Imprimir E-mail
Escrito por Indicado en la materia   
Domingo, 28 de Octubre de 2012 00:30

Por Vicente Botín.-

¿Podrán salir de Cuba y regresar después a la isla las Damas de Blanco? ¿Obtendrá Guillermo Fariñas el pasaporte para recoger en Estrasburgo el Premio Sajárov de Derechos Humanos que le otorgó el Parlamento Europeo? ¿Le concederán a Yoani Sánchez el pasaporte tantas veces solicitado para salir del país? Raúl Rivero y otros disidentes desterrados y los miles de exiliados a los que se niega la entrada en Cuba ¿podrán retornar a la isla y marcharse de nuevo si lo desean? ¿Podrán viajar al extranjero los familiares de todos aquellos que el gobierno califica como “desertores” y que mantiene en la isla como rehenes?

El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice que “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. También el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece que “Nadie podrá ser arbitrariamente privado del derecho de entrar en su propio país”.

Las nuevas regulaciones migratorias cubanas contenidas en el Decreto-Ley Nº 302 que modifican la Ley Nº 1312 de 1976 ¿se inspiran en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos de Naciones Unidas?

No, es obvio que la nueva ley no tiene en cuenta esos principios. Sus disposiciones son florituras para encandilar a los ingenuos, como los fuegos fatuos, esas luces brillantes que a veces se ven fugazmente en un camino solitario y desaparecen al acercarse a ellas.

Al destacar las “virtudes” de la ley, un editorial del diario Granma parte de la vieja consigna de que “cualquier análisis que se haga de la problemática migratoria cubana pasa inexorablemente por la política de hostilidad que el gobierno de los EE.UU. ha desarrollado contra el país por más de 50 años”. Aún así Granma deja sentado sin rubor que “La política migratoria de Cuba, a lo largo de todos estos años de Revolución, se ha basado en el reconocimiento del derecho de los ciudadanos a viajar, a emigrar o residir en el extranjero y en la voluntad de favorecer las relaciones entre la Nación y su emigración”. El problema, según Granma, es que como desde el comienzo de la revolución “nuestro país fue víctima del despojo indiscriminado de sus profesionales” Cuba se vio obligada “a mantener medidas para defenderse en este frente”.  Es decir que se construyó el “telón de azúcar” para evitar la “fuga de cerebros”.

Sigue en pie por tanto esa muralla porque la nueva ley no se adapta a la Declaración Universal de Derechos Humanos sino que, como la anterior, es un instrumento “defensivo” frente a “la política de hostilidad de Estados Unidos”. Por eso se establecen “determinadas regulaciones dirigidas a preservar la fuerza de trabajo calificada del país”. Pero eso es una hipocresía típica del castrismo porque, cansados de los ridículos salarios que recibían del Estado, muchos de esos “cerebros” ejercen oficios de lo más variopinto en su calidad de “cuentapropistas”, como barberos, forradores de botones, zapateros remendones o vendedores de pizzas.

La nueva ley establece otras regulaciones lo suficientemente explícitas para denegar el pasaporte por “razones de Defensa y Seguridad Nacional” y “cuando por otras razones de interés público lo determinen las autoridades facultadas”. En definitiva, el gobierno de Raúl Castro puede denegar la salida o entrada en el país a quien quiera, como lleva haciendo desde hace más de medio siglo.

Sin embargo, muchos cubanos podrán salir de Cuba sin el requisito de la “tarjeta blanca” y la “carta de invitación”. Solo necesitarán el pasaporte y un visado del país al que quieran viajar. Eso les beneficia y beneficia también al gobierno que, diga lo que diga, ha utilizado siempre la emigración como válvula de escape para descomprimir situaciones sociales explosivas, como ocurrió con los éxodos de Camarioca (1965), Mariel (1980) o con la crisis de los balseros, en 1994. Fidel Castro logró siempre transformar los problemas internos de Cuba en problemas domésticos de Estados Unidos, al utilizar el éxodo masivo de refugiados como un arma política para negociar con Washington.

A Raúl Castro, empeñado en unas “reformas” que hacen agua por todas partes, no le vendría mal otro éxodo, esta vez de manera “legal, ordenada y segura”, aunque a todos aquellos a quienes se niegue el pasaporte tendrán que seguir utilizando el “corredor de la muerte” para tratar de llegar a Estados Unidos en precarias balsas a través del Estrecho de la Florida. La Ley de Ajuste (The Cuban Adjustment Act, aprobada en 1966 por el Congreso de Estados Unidos) otorga a los refugiados cubanos el estatus de “residentes permanentes”, y aunque fue recortada en 1995 con los acuerdos de “pies secos, pies mojados”, los cubanos que logran pisar territorio estadounidense pueden permanecer en él.

Como en el pasado, Estados Unidos tendrá que mover ficha también ahora. La supresión de la “tarjeta blanca” facilitará la emigración a los cubanos que tienen familiares residiendo en Estados Unidos, un millón ochocientos mil, según el último censo. El “Programa de Reunificación de Familias Cubanas” del gobierno estadounidense, contempla esa posibilidad. Aún sin disponer de un visado regular, el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos puede permitirles el ingreso al país.

Después de tantas promesas y de tanto retraso en promulgarla, y aún reconociendo sus aspectos positivos, la nueva ley de emigración sigue siendo un instrumento de control en manos de un gobierno que no respeta los derechos humanos, entre ellos el “derecho de las personas a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado… y a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”.

Mientras todos los ciudadanos de Cuba no tengan los mismos derechos, la nueva ley solo será una floritura más de Raúl Castro en su intento por “blanquear” a la dictadura, un fuego fatuo que brilla fugazmente y que desaparece enseguida.

Tomado de INFOLATAM

 
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